lunes, 16 de noviembre de 2009

Él era un chico corriente [Part. II]

Seguramente los buscadores de pepitas habrían encontrado la muerte en aquellas tierras baldías.
De pronto, como si de la nada hubiera salido, el sonido volvió. Tan nítido como misterioso, pero esta vez volvió multiplicado, como gotas de lluvia entrando en el metro una tras otra en todas las direcciones un lunes a las nueve de la mañana. Pisadas perdidas pidiendo paso abrían espacio en una calle colmada de piedras donde tan solo se escuchaba la luz de la luna, pisadas que llegaban tarde hacían nudos entre ellas y tropezaban haciendo aún más ruido desconcertando a nuestro corriente chico invisible, que hizo la estatua y excavó con su mirada un trozo visible de cielo para llegar a la remota posibilidad, posibilidad al fin y al cabo, de que tal vez, solamente tal vez, fuesen los demás los pacientes de esta extrañamente anhelada invisibilidad, de una u otra manera él iba a estar al otro lado de la línea, exiliado en un trágico y opaco protagonismo. No nevaba.
Los charcos explotaban a cada paso y su metralla saciaba la sed de las eternas tortugas mientras la noche hacía pública su muerte cíclica con la aparición de los primeros rayos que van royendo la tierra hasta hacerla suya, convirtiendo el nuevo día en historia, la mañana es griega y la noche romana, la misma historia de siempre.
Aquellos pasos no le llevarían a ninguna parte salvo a él mismo, parecía estar extraviado en un campo de trigo, su mente agonizaba, no había camino en el camino, se palpó fuertemente el cráneo y dirigió un alarido animal a lo largo de la calle. Serenidad. Bajó los ojos, aumentó el volumen de su tórax con una gran bocanada y expulsó. Silencio. Ni siquiera las nubes amagaban movimiento.
El dueño de un café que adornaba aquella calle se disponía a abrir el bar con la mansedumbre de un hombre que apenas se acaba de levantar, era el momento en el que los estudiantes que iban a la biblioteca tomaban energía para afrontar otro día de estudio entre cafés, tapas y alguna que otra caña entre partida y partida de mus, todavía no había llegado nadie aunque no tardarían. El hombre entró en el bar, encendió las luces y comenzó a hacer esas cosas detrás de la barra que la mayoría de usuarios desconocemos pero que da la sensación de estar ocupados bajo la fiel música del cristal y los cubiertos, los trapos y las maravillosas servilletas arrugadas que crecen como setas bajo la barra.
Calmado y algo triste, abatido por el desconsuelo, entró a calentar las palmas de sus manos sudorosas con la taza de un café con leche. Empujó la puerta y buscó la esquina más alejada de la salida, se sentó alrededor de una mesa para cuatro dejando de barrera al resto de los taburetes delante del pasillo. Se recostó sobre la pared y dejó sobre la mesa aún grasienta del día anterior la cajetilla de tabaco y el mechero. En la barra, el dedicado camarero se afanaba por colocar los vasos sobre la estantería de madera, hace años esa madera era clara pero se ha ido ennegreciendo porque sacaba los vasos todavía calientes del lavavajillas y sudando vapor, al colocar los vasos boca abajo el aire se condensaba y las gotas penetraban en la madera ablandándola y tornándola oscura. Supongo que el paso del tiempo nos ablanda y oscurece un poco a todos.

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