viernes, 13 de noviembre de 2009

Él era un chico corriente part. I [Microrrelato que participó en el festival de Torremolinos de este año]

Él era un chico corriente, otro grano más de arena empapado de salitre que miraba marmóreo al mar, como un girasol con collarín, vivía la mitad de su vida, la otra mitad la pasaba en vela sin poder soñar, por eso quizás el tiempo dibujó tan temprano ojeras en su rostro.
Su casa era un hostal de media pensión con derecho a pasar inadvertido a lo largo y estrecho de un dilatado pasillo, tan largo como se hace la garganta en un mal trago y donde un colchón siempre desnudo empujaba unas sábanas ásperas que asomaban por la puerta entreabierta de su cuarto.
Tenía el poder que tienen los grandes edificios en una ciudad plagada de ellos; la invisibilidad. Nadie reconocía ni prestaba su tiempo a aquel fantasma vestido de grano de arena salvo aquel bar que hacía esquina, siempre que pasaba por ahí podía sentir cómo traspasaban aquella pared de cristal los ojos de los parroquianos y sus córneas posándose en él, como un blanco cordero extraviado siente el punzón de cristal rojo en medio de su cuello en la fría y ciega noche. No había nadie alrededor de la multitud que se ahogaba en la corriente de una cotidianidad consecutiva y periódica, nadie. Descarriado en las entrañas de la ciudad sus oídos apuntaron hacia el seco y armonioso paso de un par de zapatos sin persona delante de él, era alguien invisible como él, como el viento de una tarde, cualquier tarde de Enero en Salamanca, que saca punta a los esqueléticos dedos de madera que aún no han sido amputados y señalan al cielo clamando auxilio en su silencio de savia seca. Tímido, se limitó a imitar el sentido y la dirección de aquel sonido hipnótico que le llevaría por el centro de la ciudad, calles estrechas, acogedoras, largas y robustas donde el ladrón encuentra su fuerte en oscuras esquinas que sesean en la sombra. Siguió aquellos pasos que le dieron el último empujón que le da el padre al hijo en bicicleta antes de batirlo en duelo con la inercia, como la caricia por el largo cabello femenino que termina en las puntas y acaba con lo que parece un liviano gesto de despedida, o quizás un hasta luego. Aquel sonido tan sobrio y sombrío le sonrió por última vez dejándole la batuta de sus propios pasos y movimientos en el peor de los momentos, buscando en una recta la velocidad centrífuga. Desapareció.
Él era un chico corriente y nunca le importó qué buscar sino dónde. Allí donde la imagen se descompone en millones de gotas saladas, en el embalse que aguanta en sus pulmones el peso de un suspiro de cristal a punto de caducar, en las calles empedradas con conchas de tortugas destinadas a aguantar el peso de la humanidad y, como una hormiga más, allí estaba él, borrando con su pisada otras pisadas que mañana borrarán la suya, sin saber que el olvido llama a la puerta cada día y que es doloroso que te arranquen el recuerdo de las entrañas, pero sólo duele al principio, cuando sabes que estás siendo robado, cuando el olvido actúa borra todos los puntos de apoyo de nuestro pasado, como también sucede con las pisadas que se pierden, el olvido las borra porque le dejamos pasar, es entonces cuando te caes. Pero a este chico el olvido no le importaba porque formaba parte de él, errante invisible delante de una calle apenas iluminada seguía sin saber qué buscaba, amor, dinero, sexo, diversión, una mirada par, un paraguas con goteras o un abrazo que lo supliera… mientras existiese un dónde el qué buscar no importaba.Pidió tiempo para pensar a un cigarrillo, sujetó un muro agrietado con su espalda, flexionó un pie contra el mismo y comenzó a inhalar rojo y a exhalar gris mientras pensaba con la mirada perdida adónde iría a parar el caudal de sudor que emanaban los poros de la palma de sus manos a través del curso que dictaban las arrugas, surcos cada vez más profundos.

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