Aquella ciudad se debatía entre un viento cuasi confidente y una dulce amenaza de lluvia reponedora que nos oteaba a lo largo de las amargas calles parisinas, solamente adornadas por vagos cuerpos que desfilaban con algún motivo calle arriba, calle abajo. París es la ciudad de los pintores, del violín y de los pordioseros.
Catedrales creciendo a orillas del amor verde mientras el viento desvelaba un mensaje embotellado con sonidos guturales. Nunca entendí sus miradas, tan presentes y encerradas en un misterio que ni el lenguaje universal pudo descifrar.
Florecían mendigos grises y marrones en la ciudad del amor de etiqueta, esos tallos descuidados se exiliaron del bancal, decidieron probar suerte en la ciudad y formar parte de la tierra asfáltica, allí dejaron de crecer. A los transeúntes les parecían vinos picados, amargos, de ahí que en aquellas largas calles de baguette se notase la amargura. A mí me parecían, los mendigos, los reyes de la calle, reyes magnánimos que nunca decapitarían a alguien, que darían pan y vino al pueblo y que, bajo el inmenso paraguas de su mirada, cuidaría de sus súbditos.
Reyes destronados.
Salimos muy de madrugada hacia el aeropuerto. En mi bolsa había jamón de york, pan de molde, un salchichón malísimo que compramos en un supermercado francés y que hizo vomitar a Pepe a los pies de mi cama una rojiza noche quijotesca y varias latas de cerveza de medio litro. Los reyes dormían en medio de la calle entre bolsas o maletas de recuerdos olvidados, de coronas doradas y de aplausos. Allí les dejé la comida y la bebida rindiendo honor a los desheredados.
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