viernes, 16 de mayo de 2014

Otro mundo

Aquel encuentro con la muerte supuso el empuje que necesitaba para empezar. París era nombre de mujer, la ciudad con velas eléctricas pero sin chispa. La ciudad de los mendigos encorbatados con la prisa de un yonki antes de y la pausa de un yonki después de. 
París no era el país de Cortázar, quizá porque él tenía la magia que yo no encontré. No más clubes de sierpes, no más Sena ni besos robados enfrente del ayuntamiento. No más trucos en Montmartre. Ni una pizca de amor quedó, ni siquiera debajo de las plantas que cada noche regaba Ninette, su acera era la más limpia calle abajo, lo que nadie sabía era que no salía agua de su regadera sino lágrimas. Las plantas duraron poco, se secó el amor y la Torre Eiffel se desinfló en un gran gatillazo, catapulta inútil y oxidada.
Comencé a no dar importancia a las resacas, a multiplicarlas, a gastar como si mañana me muriera, lo cual no era algo difícil dada la proyección exponencial que mi vida tenía. La tirita en estos casos era la sentencia irrebatible "¡Qué más da!". Comencé a mirar a las chicas, a las mujeres, a los monumentos y a la mierda del asfalto a los ojos. Cuando estás muerto en vida no tienes nada que perder, salvo el dinero que te queda y el piso de alquiler que llevas un par de meses sin pagar. 
Quizá empecé a buscar esa magia por mi propia cuenta (y riesgo). Rodeado de la soledad necesaria para conocer a todo el mundo, sin escudo, sin miedo. Nadie se escapaba de mi curiosa mirada, humildemente desafiante, refresco recién abierto a 40 grados, hambre después de un largo día de playa, última puerta a las 6 de la mañana de la mano de una desconocida, descubrimiento de unos nuevos labios, un sabor diferente, ganar la carrera, perderla en la cama.

1 comentario:

Ardid dijo...

He sentido cada palabra retumbando en mi cuerpo, cada sentimiento me ha emocionado. Increíble. Me ha encantado.