martes, 23 de junio de 2009

En tus entrañas Anaya

Eran apenas las 10 de la mañana, el sol salía como de costumbre con su inusual fuerza a la que estamos acostumbrados a estas alturas del mes de Junio. Salí de casa hacia el centro de la ciudad con el fin de ver pasar a gente, amigos tal vez. Hacía mucho que no me dedicaba un tiempo, quizás no era realmente un tiempo para mí mismo sino para el resto, al fin y al cabo no dejaba de ser una pieza más del rompecabezas callejero, que encajase o no no suponía un problema.
Llegué a las antiguas caballerizas, ahora una cafetería con la misma estructura de antes, donde daban paja seca a los caballos, ahora manducan al hombre con café y tortilla, lleno de yeguas y sementales bajo un techo cóncavo.
-Un café para llevar con leche fría, por favor.
-Será del tiempo-me dijo un camarero en blanco y negro.
-Pues usted dirá caballero-pedí la cuenta.
-1,25€.
El sol golpeaba la impávida piel dorada de la cara este de la facultad de Anaya, y a pesar de su inmutabilidad parecía más expresiva a medida que los días pasaban, como la suma de la piel y los años. En las antípodas de este edificio la paz térmica siempre clavaba la bandera blanca. Toda la noche conservando la calma para ver nacer un nuevo día todavía con el cordón umbilical colgando, haciendo de puente entre el lejano ayer y hoy. Aquel lugar regalaba una brisa casi nocturna que no se encuentra en ningún lugar de la ciudad charra. La sombra ofrecía en las escaleras apartamentos que encaraban casi al mar al precio de la voluntad. Los que no tenían nada que hacer siempre estaban allí, su edad era incalculable, supongo que cuando te has dedicado a no hacer lo que se supone que tenemos que hacer alguien te castiga y te convierte en vividor, mendigo o yonki. Ellos no eran nada de eso pero aún así estaban allí, litrona en mano acompañados de un par de perros pequeños y cigarros baratos. Su apariencia era aseada, dos estaban sentados y otros dos de pie. Todos conversaban mientras, a 15 metros de ellos, me hipnotizaba con el movimiento del café al son de un cigarro recién encendido que completaba un ritual que hice usual hace tiempo. Tenían tatuajes y eran amables y afables, parecían felices. Sus tatuajes recordaban otro tipo de felicidad pasada. Uno de ellos, al que saludé a mi llegada, se levantó, bajó las escaleras y mirando al tendido incendió un cigarrillo. Me miró y se acercó:
-Pues nada de nada, negativo...-me dijo.
Hablaba de unos análisis que hace pocos días se había hecho, como cada año, para asegurarse de que estaba limpio de enfermedades venéreas y de la alta gama de mierdas que pululan por el aire con un arco y flechas infestadas de nombres raros. Me dijo que había follado a pelo con una mueca de satisfacción y alivio. Me asombró su poder aspirante, en tres caladas convirtió el cigarro en ceniza, sus caladas eran pausadamente arrasadoras, cerraba los ojos cigarrillo en boca y se dejaba ir, y soñaba... Al poco rato se perdió entre los árboles y la hierba, entre las escaleras escamadas del Palacio de Anaya y su gente. La vida aquí pasa lentamente y, quizás por eso, las cosas saben mejor, ya sea un café, un cigarrillo o una conversación con un extraño.

1 comentario:

Nikaperucita dijo...

Ya te vale -Nacho(!)-. Has hecho que la la eche mucho de menos... :(

(cuanta "H")

Un beso