lunes, 27 de abril de 2009

La ciudad

Y nos dimos el último beso después de un largo rato. Allí comprendí cómo funciona ésto; cada cierto tiempo el cemento se resquebraja por las pisadas selváticas de manadas de todas las razas que bajan y suben, entran y salen sin compasión, carentes de una mirada que les identifique. Supongo que aquí todos son -somos- algo parecido a un clon de algo o de alguien un lunes por la mañana. Como decía, cada cierto tiempo surgen entre las palmeras metálicas, aparecen dentro y fuera de los cristales de esta cueva millares de neutrones, protones y algún ion. Son movimientos individuales constantes, así como el movimiento general que todos provocan bajo la batuta de un director a veces ciego y otras veces manco. Este movimiento general, universal, se compensa con una calma transitoria cuando las serpientes subterráneas se alejan dejando esparcido su vómito, que se ramifica como hormigas en llamas y terminan por desaparecer a través de los agujeros donde las avestruces incuban sus cabezas. Así funciona ésto, es la paz absoluta que descansa en el núcleo del huracán. Y tal y como se va, vuelve, y así sucesiva y progresivamente los altibajos se suceden como una montaña rusa que termina siendo ruleta para los que van y no vuelven o simplemente se perdieron por el camino porque les robaron la suerte.
-¿Lo oyes?, Aquí viene -es el parásito que se ha colado en el intestino de Madrid. Muerde y avanza, avanza mordiendo una manzana que un niño ha coloreado a rayas y que la Esperanza se ha encargado de oxidar arrugando su piel.
Allí comprendí cómo funcionaba todo, la teoría gravitacional terrestre, la atracción de los cuerpos -no entre ellos, sólo tú sabes eso-, la inercia y sus puñetazos, patadas y empujones. Aprendí a dormir despierto y fui almohada de sus sueños durante tres o cuatro paradas. Descubrí que el fenómeno que los que comenzaban a ser americanos denominaron Melting Pot lleva existiendo aquí muchos años. Me di cuenta que la parafernalia televisiva esconde la misma humanidad que la del mendigo que pide un cigarrillo en Lavapiés. Al fin y al cabo todos somos humanos, aunque los rayos catódicos les transformen en reinas y reyes.
En el autobús pienso dando ya la espalda a la ciudad lo grande que es, pero no sé si es mejor, no sé si hay más oportunidades en un pequeño frasco de perfume o en una garrafa de agua de colonia...
Madrid menguaba cada vez más.
Sólo la extraña parsimonia de una ciudad en continuo movimiento puede empuñar la tinta con tanta fuerza que escriba en esperanto la conclusión que trae consigo el viento cada vez que aparece un nuevo vagón de metro.

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