Tengo menos de cuarenta y cinco minutos para hablarte de lo que se acaba, del humo que no está y del jazz que me empapa, de ropa colgada sin pinza y de una pizarra sin tiza, de los ojos que desvisten e invitan a un envite, siempre unidireccional y sin respuesta.
Con una sórdida mueca masco los últimos trazos de la vasta tierra que me arrastra sin piedad y sigilosa, el mismo precipicio a ras de suelo convertido nuevamente en la puerta donde los nudillos de la locura no se cansan de componer églogas funestas.
Aquí me hallo, dando la espalda a un ciprés en el que me apoyo sin encontrar agua porque no hay arrollo.
Con una sórdida mueca masco los últimos trazos de la vasta tierra que me arrastra sin piedad y sigilosa, el mismo precipicio a ras de suelo convertido nuevamente en la puerta donde los nudillos de la locura no se cansan de componer églogas funestas.
Aquí me hallo, dando la espalda a un ciprés en el que me apoyo sin encontrar agua porque no hay arrollo.
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