martes, 26 de agosto de 2008

El banco

Ahora, cuando el día comienza a morir aunque todavía no agoniza, cuando sale la brisa a pasear sin premisa por tejados, parques y se cuela en tu cocina y se queda en la repisa, no existen reglas ni rejas que pongan límite. Sentado sintiendo su refrescante beso de seda contemplo tranquilo mi soledad, estoy solo pero no más solo que los demás. Individuales salen del parque con su sombra sudada, otros pasean nuca despejada, quizás recorriendo el camino de ida mirada pegada en el asfalto.
Allá una farola hace de estrella amarilla en una ciudad tan iluminada que apaga el cielo. Luz que aleja el miedo, que nos deja ciegos y que rasga las velas de este barco condenado a morir a la deriva sin un miserable punto de apoyo luminoso.
Solo,
como la farola que me saluda e ignoro cada día que paso por tu ventana volando y me encuentro la luz de tu cuarto apagada, como esta noche que falsamente ilumina una sombra difusa en un banco. Ojalá la luna me empujara contra el suelo, al menos tendría la compañía que tampoco me ofrece la luz del día.
Y sé que allí tú no tienes luz ni coordenadas y que tan sólo son palabras las que se extinguen a cada línea que pasan tus ojos, como las impacientes cerillas que desean saber que habrá más allá. Sé que tú también estás perdida, que te duele pero no sabes dónde tienes las heridas. Te ofrezco mi soledad entre dos cipreses montando guardia, una bicicleta con la que ciego te puedo llevar a casa, un papel doblado y mi boli con tinta tiritando a bajo cero.
Te dejo tocar mi vida y que pases tu lengua por todos mis poros y que me cierres la boca a besos de esos que borran la memoria ahora que empieza a refrescar y pienso en bostezar mientras toco el arpa con tu cabello escondidos bajo las sábanas.

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